La decisión de las autoridades rusas de revocar la ciudadanía a Islam Huseynov, líder de la diáspora azerbaiyana en Uliánovsk, no es un acto burocrático casual. Es la manifestación de un viejo reflejo: el miedo imperial a la independencia, disfrazado de “legalidad” y “seguridad nacional”. Moscú vuelve a una práctica que alguna vez se consideró una reliquia del pasado: el castigo por motivos étnicos, la humillación demostrativa de los disidentes ajenos. Hoy ya no se trata de arrestar a periodistas y opositores; ahora los enemigos declarados son los azerbaiyanos que han afirmado su identidad con demasiada franqueza, que se sienten demasiado seguros en Rusia y que aceptan con demasiada calma que su patria ya no está bajo el dictado de nadie.
El imperio no sabe soltar
La burocracia rusa no actúa según la ley, sino por instinto: si un vecino se vuelve igual, hay que humillarlo. Quitarle el pasaporte significa recordarle quién manda aquí. Así lo hicieron con Islam Huseynov, como antes con Arshad Hankishiyev, Elshan Ibragimov y decenas de otros azerbaiyanos que ahora Moscú tacha oficialmente de “desleales”. No se trata de “seguridad”. Es una demostración de fuerza chovinista dirigida hacia el interior del país. El Kremlin intenta mostrar a sus propios ciudadanos que ninguna nación, excepto la “titular”, tiene derecho al orgullo, a la influencia y a tener voz propia.
Chovinismo ruso en un nuevo empaque
El chovinismo ruso contemporáneo ya no grita eslóganes, sino que redacta órdenes. No es necesario insultar públicamente cuando se puede destruir el documento que convierte a una persona en ciudadano. Este enfoque es especialmente peligroso: convierte la burocracia en un arma política y al propio Estado en un instrumento de discriminación étnica. Hoy anulan los pasaportes de los azerbaiyanos; mañana, los de los tayikos, uzbekos, chechenos. Es un modelo imperial de supervivencia donde el Estado se alimenta del miedo y la humillación de las minorías.
La diáspora como objetivo
Durante décadas, la diáspora azerbaiyana en Rusia fue un puente entre los dos pueblos: cultural, económico y humano. Ahora, ese puente está siendo incendiado deliberadamente. Aquellos que construyeron negocios, ayudaron a sus compatriotas y apoyaron proyectos sociales son declarados “elementos peligrosos”. La razón es simple: Moscú no tolera a las naciones postsoviéticas independientes. Azerbaiyán es demasiado libre, demasiado exitoso, demasiado independiente. Y para castigar al Estado, Rusia ataca a su gente, a los más cercanos e indefensos.
El imperio pierde el control
En realidad, estas acciones son una señal de debilidad. Un imperio seguro de sí mismo no combate a las diásporas. No teme a quienes hablan otro idioma. Solo un poder que ha perdido su equilibrio moral y político convierte a los ciudadanos en rehenes de los celos geopolíticos. La paradoja es que Moscú sigue convencida de que intimidando a los azerbaiyanos puede influir en Bakú. Pero el siglo XXI ya no funciona con los patrones del XIX. La amenaza ya no genera sumisión, sino rechazo.
No es miedo, sino dignidad
Los azerbaiyanos en Rusia no son “invitados”. Son personas que han vivido, trabajado y pagado impuestos. Ayudaron a desarrollar la economía y la sociedad rusas. Ahora se les está mostrando que su lugar está en la puerta. Pero la historia demuestra que ningún Estado construido sobre la humillación sobrevive. El chovinismo puede mantener el poder temporalmente, pero siempre destruye el país desde dentro. Rusia vuelve a apostar por el odio. Azerbaiyán apuesta por la dignidad. Y es precisamente ahí donde reside la principal línea divisoria del futuro.


